Danny Ramírez Ayérdiz[1]
El mes de
junio del año pasado, mes en que entró en vigencia le Ley 779 “Ley Integral
contra la violencia hacia las mujeres y de reformas a la Ley No. 641 “Código
Penal”” (en adelante “la ley 779” o “la ley integral”), marcó el inicio de una
agitada y muy variada serie de reacciones sobre la justicia, pertinencia, constitucionalidad
y eficacia de ella, reacciones que no hacen difícil augurar a corto plazo, el peligro que corre su objetivo de tutelar la integridad
plena de las mujeres, si los detractores –algunos informados y otros que
tristemente repiten lo que dicen los informados- logran la reforma sustancial
que le reste eficacia o, en el peor de los casos, la lamentable -y muy
comprometedora para el Estado- derogación de la ley integral.
Detractores, partidarios y desinformación
Se ha visto,
en los últimos días a airados detractores y enardecidos partidarios de la ley
779, defender “a capa y espada” sus argumentos, la mayoría en contra, ilustrados
estos en la emblemática e incisiva opinión del obispo de Estelí en la que ha
afirmado que la ley integral representa la encarnación moderna de la mítica
marca de la bestia –comparación que dice mucho sobre el compromiso de la
Iglesia con los derechos humanos de las mujeres-.
La ley 779,
tan liberadora para sus adeptas y sacrílega para sus censuradores, no es
cualquier ley, pues en ella se establecen mecanismos que con claridad amenazan
con moverle el piso y cambiar de lugar las entrañas del sistema patriarcal, tan
acostumbrado a la subordinación infrahumana en todos los ámbitos y etapas de la
vida –y hasta de la muerte- de las mujeres.
Para muchos,
la ley es el fin de la igualdad entre hombres y mujeres. Para otros, apenas con
ella se empieza ha avanzar, con pasos de bebé prematuro esperanzado, y a lograr
el tan anhelado ideal de igualdad género-género. Lo cierto es, que la población
está nerviosa al no saber qué
posición tomar ante una ley 779 que sigue siendo criticada y que, estoy tan
seguro, que ocho de cada diez de sus críticos apenas han leído la ley, mínimo
de lectores que favorece a un sistema que prepara a las masas a la condena perpetua
de la desinformación y a acceder a unas cuantas migajas tergiversadas de la
poca buena información que se logra filtrar.
Los miedos, los mitos y las verdades
El miedo
parece estar ocupando un buen lugar en la mente de los hombres ante la
incertidumbre de una ley que ha sido calificada de draconiana y exagerada. Un
miedo para aquellos acostumbrados –la gran mayoría de los hombres- a maltratar
a las mujeres y ese es el verdadero argumento detrás de tantas mentiras y
señalamientos sobre la ley. No es fácil bajarse del pedestal y tampoco es fácil
perder el poder que los estereotipos y los roles sociales le han asignado a los
hombres para regir y decidir los destinos de nuestras mujeres. Y con mucha
razón, esta merma de derechos, que deberían estar en manos de sus titulares
femeninas, es argumentada con un “en esta ley se le da más derechos a las
mujeres”. Tan falso y atrevido como el patriarcado. No hay más derechos para
ellas, solo más mecanismos para que puedan ejercer, en condiciones de libertad,
todos aquellos derechos que el hombre le ha robado y coartado por siglos y que
están establecidos en el artículo 7 de la ley: vivir sin violencia, derecho a
la salud y la educación, derecho a la libertad, a la seguridad personal e
intimidad… son los mismos que los de ellos, solo que ellas ahora cuentan con
mecanismos –al menos escritos- para exigir que se cumplan.
“La ley 779 es inconstitucional porque quebranta el principio de
igualdad constitucional…”
Antes que
nada, hay que reconocer que las mujeres, por el bochornoso fenómeno de la
violencia de género, son parte de un grupo social en estado permanente de
vulnerabilidad, condición que las limita en el ejercicio efectivo de derechos y
garantías y que las ubica en un plano de desigualdad, exclusión y, por
consiguiente, de discriminación con relación a los hombres. Ante un grupo
vulnerable, la reacción natural del Estado es garantizar su protección integral
para alejarlo de los efectos de la discriminación y permitirle elevarlo a la
condición de igualdad con el resto de grupos sociales.
Así las cosas,
si partimos de que son las mujeres las que mueren en manos de los hombres y no
ellos en manos de aquéllas, es obvio que la pretendida igualdad que alegan quebrantada
los hombres detractores de la ley, ni siquiera alcanza para proteger, ni en lo
más elemental, a las mujeres. Por tanto, tiene sentido que el Estado emita una
ley especial –ley 779- para frenar esa inequidad, esa desigualdad que
claramente expone a la mujer al peligro constante de perder su vida.
No es la
primera vez que el Estado protege a un grupo vulnerable mediante una ley
especial; para ejemplificar basta mencionar, las leyes que protegen a los
adultos mayores, a los pueblos indígenas, a las personas que conviven con
VIH-SIDA, a las familias numerosas, a la niñez y la adolescencia… la pregunta
es ¿somos discriminados los que no pertenecemos a estos grupos toda vez que el
Estado les otorga protección especial ante la discriminación? ¡De ninguna manera!
Por el contrario, cada ley que protege a un grupo vulnerable, acerca cada vez
más al Estado al cumplimiento de la noción de igualdad que establece el
artículo 27 constitucional, noción que es una aspiración legal que no se
completa con estar en un texto y que exige del Estado la consumación de
acciones concretas para darle cumplimiento, entre estas acciones podemos contar
a la ley integral, que protege a las mujeres de la discriminación y la
violencia.
“Si hay una ley para las mujeres ¿Por qué no hay leyes para los hombres?”
Otro de los
argumentos de los detractores, es que hay discriminación si existe una ley para
las mujeres, por qué no la hay para los hombres. Sencillo: en las relaciones
desiguales de poder, en virtud de la violencia ejercida con base en los roles
del género, no es la mujer la que saca la mejor ganancia, ella saca su muerte,
en el peor de los casos y el hombre, impunidad. La ley no protege a la mujer
arbitrariamente. La razón es que en la relación de género, ella es la afectada
y quien, domésticamente, sufre de violencia. No hay leyes especiales de género
para los hombres, ni comisarías de los hombres, porque ellos ni son los que
sufren en el círculo de la violencia, ni tampoco, por “hombría”, deciden
denunciar a sus parejas o cónyuges femeninos que ejercen violencia sobre ellos.
La ley 779 destruye a la familia
Parece que en
la mentalidad de muchos, aún ronda la noción arcaica de que las uniones
maritales son para toda la vida, pase lo que pase, con violencia familiar ser
tolerada en virtud de la integridad y carácter inquebrantable de la sagrada
unión familiar y ante esta “amenaza”, se acusa a la ley de destruir a este
espécimen de familia. El retiro del esposo o compañero, no significa la ruptura
de la familia. Es también familia, la dirigida por la jefatura femenina, sin la
compañía del elemento masculino. Estas voces que pregonan este argumento, lo
hacen para postergar un modelo de familia dañino y que obliga a la mujer a
vivir bajo el mandato arbitrario del hombre por sus hijos, por la familia, por
tantas razones y que a la vez, se la pretende señalar de ser culpable de dañar
lo más sagrado en la sociedad si denuncia al esposo o compañero violento.
“La ley ha provocado que los hombres reaccionen “inadecuadamente” y
aumente la violencia contra las mujeres”
En este punto
del análisis, de algo que debemos estar claros y claras, es que si la violencia
ha aumentado, no es ni por culpa de la ley integral, ni de las mujeres, si no
de un Estado con instituciones reacias a darle firme ejecución a la ley y con
funcionarios y funcionarias aún no sensibles ante la problemática que diezma
con decenas de muertes femeninas anualmente y que han malinterpretado el
sentido y el alcance de sus disposiciones.
En algún caso
se ha constatado que autoridades policiales y judiciales, han utilizado a ley
779 para “ensañarse” contra los hombres. Claro es que en todo caso, no es
problema en sí de la ley integral, si no de un desinterés del Estado en activar
mecanismos que verifiquen la certeza de los hechos que se denuncian y que una
vez más demuestran la eficacia de los sistemas de investigación de la policía y
la fiscalía. Las arbitrariedades policiales o judiciales, no suceden desde la
existencia de la ley intgral, es muy anterior y, por tanto, la cuestión no está
en que la ley sea excesiva o exagerada, si no en la mentalidad represiva y
autoritarias muy innatas a nuestras autoridades punitivas, mentalidad que viene
ligada a un fenómeno institucional más amplio vinculado con la situación política
y las condiciones de legitimidad que se viven y se ejerce el poder en el actual
gobierno y en el resto de poderes del Estado.
[1] Docente
investigador del Instituto Centroamericano de Estudios Jurídicos y Políticos
adscrito a la Escuela de Derecho de la Universidad Politécnica de Nicaragua. Es
profesor de la asignatura de Derechos Humanos y
Género en la misma universidad. Ha concentrado su labor académica al
estudio de los derechos humanos.
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